Pekka
La Huída
No había recorrido ni cincuenta pies cuando una piedra, demasiado bien apuntada, le golpeó en la rodilla. El dolor se transmitió como un relámpago a través de su pierna izquierda, dejándole la extremidad completamente entumecida. No pudo evitar el traspié y se precipitó por el terraplén lleno de piedras que, mientras caía, se le antojaron especialmente puntiagudas.
Puede que fueran las vueltas de campanas, las contusiones que recibía mientras rodaba por el suelo o tal vez la súbita sensación de ingravidez que sintió mientras se desplomaba por el precipicio; el caso es que la precipitada pérdida de control motor le permitió centrarse en sí mismo durante unos instantes. Una incipiente preocupación le hizo olvidarse momentáneamente del dolor. Mientras el pensamiento le dominaba, llegó a la conclusión de que no recordaba cómo había llegado al lugar donde se encontraba. Es decir, este era el primer recuerdo de conciencia propia que tenía.
El coloquio interno duró lo que tarda un pájaro en cruzar un claro, y el choque de su cabeza contra el suelo fue tan duro que la vista se le nubló. Si perdió la consciencia en ese momento, no pudo discernirlo. El caso es que tampoco tenía tiempo para pensar en ello, ya que no muy lejos escuchaba a una turba enfurecida que, sin duda, y sin saber por qué, le perseguía.
Con un movimiento rápido, fruto de la práctica, se levantó de un brinco. Inmediatamente, un dolor punzante se le clavó en el pecho, provocando que volviera a desequilibrarse. Sin entender bien por qué, reconoció aquel dolor. Creyó recordar que en el pasado se resbaló intentando escalar un balcón y sintió el mismo dolor al golpearse con una barandilla de piedra. El recuerdo era confuso y pensar en ello le provocaba un dolor de cabeza tan fuerte que eclipsaba momentáneamente el dolor que sentía por todo el cuerpo. Seguramente tendría alguna costilla rota, un tema peliagudo pero no urgente cuando huía de la muchedumbre.
Mientras los gritos se acercaban, trastabilló varios pasos hasta que pudo mantenerse más o menos en pie, y entonces continuó con la huida con un paso renqueante y lastimero que hubiera sido la envidia de cualquier mendigo que hubiese querido dar pena. Cojeando, se dirigió a una pequeña edificación de piedra que resultaba familiar.
Cuando llegó al molino, con una seguridad propia de quien conoce el lugar, se deslizó en su interior, esforzándose por evitar gritar de dolor al escurrirse, y se agazapó detrás de una carreta. Antes de entrar, ya sabía con total seguridad que allí habría un lugar donde esconderse. Mientras afinaba el oído para comprobar si se había zafado de sus perseguidores, notó el ferroso sabor de la sangre en su boca. La seguridad del escondite le permitió unos momentos de respiro y aprovechó, con sumo cuidado, para palparse el cuerpo. Las punzadas de dolor recorrían sus nervios cuando tocaba alguna parte dolorida.
—¿Pekka? —una voz infantil le sobresaltó de repente cuando alguien le llamó a sus espaldas. Al girarse, vio a una niña que no debía tener más de ocho o diez años. Su rostro harapiento y zarrapastroso evidenciaba que debía de tratarse de alguna ladronzuela de aquellas que te roban la bolsa en el mercado. Sin embargo, su rostro escondía una astucia nacida de la necesidad. Sabía reconocer a un igual.
La cara de la niña sufrió una transformación: de la sorpresa pasó rápidamente al miedo y después al terror más puro. Cuando Pekka alzó una mano para mostrarse inofensivo, el chillido que profirió la muchacha provocó que, de nuevo, la cabeza le volviera a dar vueltas, provocado por un dolor intenso.
Su cuerpo se movió instintivamente y se esforzó por volver a colarse por el hueco en la pared del molino. Arrastrándose penosamente, consiguió salir a la calle solo para advertir que su presencia había sido desvelada. Unas cercanas voces graves advertían de su ubicación, y cuando asomó por la tapia que rodeaba el molino, una piedra chocó a un palmo de su cara contra el muro lleno de hiedra. Siguió la trayectoria de la piedra y advirtió la fuente de su amenaza: un hombre adulto, vestido de campesino, le señaló con el dedo y gritó:
—¡Ahí está! —mientras giraba la esquina del edificio, escuchó cómo alguien contestaba al hombre increpando a los demás—: ¡Mátenlo!
Alzándose con esfuerzo, empezó a correr sin rumbo fijo. Pronto se percató de que estaba corriendo por una pasarela de madera. A su derecha, se veía el curso de un río a través de la maleza de juncos y cañas. Cuando cruzó el límite del edificio, solo le dio tiempo a ver cómo un garrote describía un arco horizontal hasta impactarle brutalmente en el pecho. El golpe le dejó sin aire y lo derribó sin remedio.
Esta vez sí creyó haber perdido el conocimiento y no fue hasta recibir otro golpe en la espalda que volvió en sí. Mientras se arrastraba para huir de su agresor, escuchó cómo este se reía entre carcajadas.
—¿Vaya, Pekka, en qué monstruo tan feo te has convertido? —espetó entre risas el enorme muchacho mientras se acercaba amenazante hacia él. No muy lejos se escuchaba a la muchedumbre acercándose entre gritos. Con sumo esfuerzo, Pekka consiguió darse la vuelta y gatear de espaldas. Si había llegado su fin, al menos moriría sonriéndole a la muerte.