Nakgar
La Carga del Cazador
Nakgar al fin vislumbró la pequeña choza que descansaba en el linde de una arboleda. No le costó verla entre toda la nieve que cubría el paisaje. Un pequeño hilillo de humo blanco se escapaba por la chimenea y flotaba lentamente hacia el cielo mientras se disipaba.
El orco llevaba más de media jornada de viaje atravesando aquel baldío páramo helado y, desde hacía ya varias horas, un lúgubre presentimiento le atenazaba el pecho. Durante sus cacerías había viajado mucho más lejos de Puesto Gélido, llegando incluso a Cerro Quebrado o a las ruinas de Dork’hasal, pero en ninguno de sus viajes se había visto tan apesadumbrado como ahora.
El motivo de su desazón no era otro que el motivo de su viaje. Nakgar hubiera disfrutado de una nueva cacería de uros o incluso persiguiendo a algún troll, pero la tarea de ir a buscar al chamán de la tribu le resultaba ingrata. El cazador desconfiaba de los poderes superiores. La magia, los espíritus naturales y todo lo místico le provocaban un rechazo instintivo. Sin duda, hubiera preferido enfrentarse a una serpiente de hielo que participar en uno de los rituales que oficiaban los chamanes.
A medida que se acercaba a la cabaña, le llegó el tufo del humo; el olor de la madera se mezclaba con un hedor desconocido que le provocó una inquietante sensación de peligro. Durante los últimos pasos hacia la puerta de la chabola, por la cabeza del cazador se sucedieron multitud de imágenes de demonios despedazando al chamán Goralgan. Un súbito escalofrío le recorrió la espalda.
Cuando finalmente llegó al umbral, el orco aguardó a la espera, afinando su oído por si aún escuchaba a los demonios de su cabeza. Sin darse cuenta, ya había agarrado con firmeza el pomo del hacha.
El interior de la cabaña estaba completamente en silencio, solo se escuchaba un borboteo misterioso. Un olor dulzón y ácido inundó las fosas nasales del intruso. Nakgar ya se imaginaba lo sucedido antes incluso de entrar: jugando con poderes lejos de su alcance, Goralgan había encontrado su funesto destino a manos de los espíritus que intentaba gobernar, de ahí que llevara semanas sin aparecer por Puesto Gélido. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro del cazador. El orco agarró el hacha fuertemente y se preparó para el combate cuando una voz sonó en el interior.
—Adelante, yasel —dijo una voz que sin duda pertenecía al chamán Goralgan; al parecer no había muerto después de todo.
Nakgar entró en la cabaña pobremente iluminada. Rápidamente, su afilada mirada encontró la encorvada figura del chamán cerca del fuego, calentando sus viejos huesos. El chamán, mientras removía con una cuchara el interior de un gran caldero, hizo un gesto con la mano.
—Acércate, yasel, deja que te vea —dijo con su voz ronca.
El cazador se acercó visiblemente molesto; yasel era la palabra que utilizaban en el Clan Martillo Sangriento para referirse a los jóvenes, y según el contexto podía tener una connotación negativa.
Mientras se acercaba al fuego, el joven orco estudió su entorno. Era una costumbre suya ojear cualquier entorno en el que no se encontraba seguro; si aprendía sus características, tendría más posibilidades de sobrevivir. Las paredes de la pequeña cabaña estaban llenas de estantes repletos de apestosas raíces, cuencos llenos de extraños y desagradables ingredientes y multitud de fetiches truculentos. No pudo evitar fijarse en una extraña figura que destacaba en un pequeño altar. La horrenda criatura que representaba tenía un rostro con infinidad de tentáculos. La estatua le generaba un malestar inenarrable.
El chamán vertió el contenido de uno de los cuencos en la marmita. El sonido efervescente de la alquimia sacó a Nakgar de su estupor. Cuando finalmente llegó a su lado, el viejo chamán estaba probando la repugnante mezcla.
—Así que el desafortunado Nakgar ha tenido el honor de ir a buscar al viejo Goralgan. ¿No es eso lo que ha ocurrido, yasel? —dijo el anciano mientras soltaba una sonora carcajada, mostrando una boca a la que le faltaban multitud de dientes.