La Posada Perro Ladrador

En la Posada Perro Ladrador podemos encontrar la mejor carne asada de buey de toda la provincia de Prima Vista, hay quien dice que de todo el continente. No existe corte con la misma textura ni bocado con igual sabor, aseguran sus clientes que paladean la mismísima ambrosía de su jugo bañado en carmín, que si el cielo existiera tendría un aroma parecido. Lugar de encuentro para todos aquellos que se van, también para los que vuelven, mucho se ha escrito sobre sus quince mesas astilladas por los años, de la cerveza especiada por la señora Ladrador, del tablón de la fama que ensombrece el ego de aquellos que creen poseerlo todo; una pared de madera donde los anuncios de pudientes y desesperados prometen todo tipo de recompensas y castigos. Podríamos hablar de ese comedor y nos faltaría tinta: no será hoy. Subiremos hasta el tercer piso: encima de las habitaciones donde los huéspedes descansan sus fatigados traseros de tanto cabalgar vive la familia Ladrador. La conforman mamá Ladrador, papá Ladrador y el niño Ladrador. Nadie escucha de qué hablan sus cuatro paredes porque a nadie le interesa: ¿a quién le podrían importar los entresijos de una posada y su diligente familia?

 

—Papa, yo no quiero ser mesonero— dice el niño Ladrador, agotado de tanto fregar el suelo y limpiar jarras—. Tengo ocho años. ¡Ocho! El brazo fuerte y dispuesto para mi primera espada: en la escuela tumbo a los de los cursos superiores.
Papá Ladrador mira a su hijo con tristeza. Los hijos nunca quieren ser como los padres, por mucho amor que estos les den. Él tampoco quería ser mesonero. Enterró sus sueños de niño a los diez.
—¿Y qué quieres labrar con tu vida?— contesta el padre mientras busca con la mirada a su mujer. En esta conversación deben de estar los tres. Su hijo es muy precoz, siempre lo ha sido.
—¡Un guerrero!— contesta el niño Ladrador: llena la voz con un orgullo desmedido y blande la mano vacía como quien esgrime un pañuelo de seda, sus ojos brillan como estrellas recién nacidas, muy lejos de morir. —Quiero matar Orcos como Jarick, ¡sus historias son mis favoritas! Quiero decidir qué aventura del tablón de la fama afrontar. Ganaré suficiente dinero como para arreglar la posada, a mamá le compraré todas las hierbas que necesite, y a ti, papá, tú tendrás tanto dinero que no hará falta que cocines para otros nunca más. Conseguiré el tesoro de las ruinas más peligrosas; mi nombre viajará más rápido que mis piernas. Puedo hacerlo, papá, sé que puedo hacerlo.
—¿Y si mueres?— papá Ladrador sabe qué viene después de los tesoros. Siempre viene la muerte. —¿Conoces a algún guerrero que haya llegado a viejo? ¿Cuántos de los que han cruzado nuestras puertas superan la edad adulta?
—No quiero ser mesonero— insiste—. No quiero tostarme la piel con el fuego de la lumbre, ni servir pintas de cerveza para el resto de mis días. Papá, no quiero tu vida— sentencia el niño Ladrador. Cuatro palabras que golpean la sien de papá Ladrador con más fuerza que el mayor de los martillos. Teme perder a su hijo. Su hora ha llegado: debe comprender, no tiene elección.
—Hijo mío, donde tú ves un siervo con el delantal sucio yo veo el más feroz de los guerreros. ¿Crees que yo no vivo aventuras? Mira mi frente arrugada. ¿Puedes contar los surcos? ¿No? Tampoco yo los Orcos que he matado, muchos más que el bufón de Jarick. ¡Mírame bien! Por tus ojos sé que jamás dirías que he cruzado las puertas de Suria y he vuelto bañado con la sangre del Troll que la guarda, que he cruzado el Mar de la Sierpe y navegado por las Costas Silenciosas, trotado con los Margos y escalado la Montaña Nublada. Si aprendes a escuchar las historias formarás parte de ellas. Todos vienen aquí para contármelas, todos, sin excepción.

 

«Vino Harlod con la cabeza del dragón cercenada. Fui el primero en arrancarle los colmillos y usarlos de cuchillo. Llegó una tribu blanqueada por el sol de más allá de las fronteras. Con sus ritos sellamos nuestra sangre y nos comprometimos como hermanos. Nos enseñaron a leer el fuego. ¿A quién fue el primero que Marks el gigante contó sus locuras? Maldito bastardo, me sorprende que sigua con vida. Siempre vienen aquí, siempre a mí.

 

«El rey en persona celebra sus victorias en mis mesas antes de volver a su perfumada corte; cuando se quita la capa y viste el jubón es como uno más en mi salón. ¿Quién crees que le susurra las tierras donde luchar? Sabe que en esta casa conocemos qué zonas guardan más peligros y cuáles son más pacíficas. Todas las nuevas cruzan nuestra puerta. Cuando vuelve y narra sus batallas, sus muertes son mis muertes, sus brazos los míos, míos sus éxitos.

 

«¿Tesoros, dices? ¡Pero si el tablón de la fama nos pertenece! ¡Nosotros ponemos el nombre a los tesoros! Muchos anuncios los escribimos con otras letras para mandar a los indeseados bien lejos. Tantos otros a por el dinero que codiciamos. Van, consiguen las gemas, viene a celebrarlo y regresan a sus casas con algún brillante menos.

 

«También pides una espada: la tendrás. La mejor de todo el reino. Solo necesitarás escuchar, harás tuyas las aventuras de otros. Nacerán amigos: llegará el día en el que vendrán a ti en busca de consejo y guía, y entonces sí, serán ellos quienes harán suyas tus aventuras. ¡Tendrás tantas espadas como comensales en la mesa! Pequeño, ¿te das cuenta del poder que encierra nuestra casa? ¿Su responsabilidad? ¡Podemos cambiar la suerte del reino a nuestro antojo! Las pulsiones más básicas se entrelazan en las quince mesas de abajo y somos nosotros, los Ladrador, quienes como directores de orquesta dirigimos su flujo. Aprenderás a escuchar. Luego, a sugerir. Por último, a discernir. ¿Qué necesita el reino? ¿Qué, la familia Ladrador? No es fácil y la respuesta a ambas preguntas no siempre se escribe con el mismo nombre.

 

«Será tu madre quien te enseñará el camino de la sangre. Ella guarda el mayor de nuestros secretos: escucha como canturrea canciones en lenguas olvidadas, las mismas con las que te acunaba cuando te envolvía el frío; proviene de una estirpe de Salamendy más antigua que el mismo reino. Sus antepasados son los tuyos, te pertenecen igual que posees un rostro o una voz. Conoce el nombre de las hierbas, habla su idioma, la música de la naturaleza la acompaña desde niña. Cultiva todos los venenos, los lentos y los rápidos, los mortales y los leves; aprenderás.

 

«Mi niño mayor, no tiembles: en esta pasoda no solo mimamos los paladares, también decidimos sobre la vida y sobre la muerte. ¿Recuerdas al imbécil de Yomi? Se jactaba de haber poseído docenas de mujeres por todas las aldeas que cruzaba. Era un ser despreciable, sobrino de algún señor importante al que la ley jamás tocaría. Pero aquí alimentamos a todos, ¿verdad? No juzgamos. Vienen, vacían la consciencia, llenan la barriga y se van. Tu madre mezcló un salpicado de azalea con tejo en su cerveza. Imposible de detectar. No veremos más a ese desgraciado, la mezcla lo dejará ciego en unos días: pudrirá sus ojos, luego la lengua, y cuando el veneno baje a la garganta, morirá. Un mes de sufrimiento, poco me parece para ese maldito. O a Mablug, cuando eras pequeño tenías pesadillas con él; entraba en nuestro hogar acompañado de cien cadáveres pútridos en sus manos. Lo supe por el olor, por cómo se teñía el sol en su presencia. El mayor asesino que jamás recorrió nuestras tierras. Condimentamos su guiso con caladio y azuzena roja. Una semana después su sangre enfermó. Lejos de nuestras tierras, nadie nos lo agradecerá jamás. Y así debe ser, pues no todas las muertes son justas o elegantes. Pero sí necesarias.

 

«Algunos de ellos vienen solos, duermen en nuestra cama y jamás despiertan. Nadie los echará de menos, te ayudarán con el asado de los días siguientes. No pongas esa cara: el secreto de nuestra carne asada de buey es que no es de buey. Y seguirá sin serlo cuando regentes la posada. Recuerda que todos vienen por ella: aprenderás la receta; te enseñaremos el milenario arte de desollar. Las manos que cocinan son las manos más queridas, nadie muerde la casa que le da de comer. Y las barrigas, llenas de grasa y cerveza, embotan el cerebro y sueltan la lengua.

 

«¿El porqué de todo esto? Llegará un día en el que alguien hablará sobre una puerta mágica. Alguien, en algún lugar, la descubrirá. Los Ladrador llevamos generaciones esperando. Nuestra posición nos permitirá silenciar el rumor, guardarlo para nosotros. Un portal que esconde las mayores riquezas que jamás puedas soñar, puede que la entrada a otro mundo, uno mejor que el nuestro. Menos corrompido. Lo poseeremos todo. Seremos los primeros en entrar, sellaremos la estirpe de los Ladrador más allá de las fronteras que conocemos. Solo debemos tener paciencia. La puerta será nuestra, también aquello que esconde. Y con ella el poder absoluto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Este relato ha sido escrito por Ferran Pérez Planàs.

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